Las milicias en Cruces.
- Pedro García Muñoz
- 1 may
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I.- De las milicias coloniales a la Guardia Nacional (1546-1848).
La defensa de los dominios hispano-americanos descansó, durante los primeros siglos, en la obligación militar del vecindario: los mismos pobladores que sembraban, comerciaban o criaban ganado tomaban las armas cuando el peligro lo exigía. En Chile, la ordenanza dictada por Pedro de Valdivia en 1546 —“todos los vecinos de la ciudad tendrán armas y caballos para ayudar a la sustentación de esta tierra y conquista de ella”— fijó el rasgo fundacional de una frontera cuyos habitantes alternaron la azada con la lanza. Estas milicias concejiles, organizadas por encomenderos y hacendados con su propia clientela rural, constituyen el antecedente directo de la Guardia Nacional que, tras la independencia, institucionalizó esa tradición de servicio ciudadano.
Durante los siglos XVI y XVII la función primordial de las milicias fue contener los levantamientos mapuches y, en los puertos, repeler corsarios y piratas. No formaban un ejército disciplinado: cada hombre acudía con el arma disponible y combatía en grupos heterogéneos, sin instrucción común. Esa fuerza, subraya Sergio Villalobos, resultaba eficaz sólo a escala limitada, pues carecía de abastecimiento regular y de un mando unificado.
El siglo XVIII alteró el cuadro. La Corona, sacudida por la Guerra de los Siete Años, reorganizó su defensa imperial mediante la Ordenanza de Cuba (1764-1769), que convirtió a las milicias americanas en cuerpos “organizados y disciplinados” según el patrón peninsular. En Chile, los gobernadores Manuel de Amat y Agustín de Jáuregui implantaron la reforma, atrayendo a la élite local con grados, uniformes y fuero militar: pertenecer a la milicia abría la puerta del prestigio social y político. Al finalizar el siglo, el capitán general nombraba directamente a los oficiales hasta el grado de capitán, evitando acefalías y asegurando la fidelidad de estos contingentes rurales.
II.- Milicias y guerra de independencia.
La eficacia de ese «pueblo en armas» se puso a prueba con las invasiones inglesas al Plata (1806-1807): batallones de “patricios” y “arribeños” —criollos electos por sus pares— rechazaron a las tropas de Su Majestad, demostrando la capacidad militar americana. El eco santiaguino fue inmediato: el vecindario solicitó formar un Batallón de «patriotas notables», iniciativa que el gobernador Luis Muñoz de Guzmán demoró, consciente del poder político que otorgaba el mando de los milicianos.
Durante la Patria Vieja, patriotas y realistas disputaron el control de esas unidades. El bando del 29 de octubre de 1811 obligó a todo hombre libre de 16 a 60 años a enrolarse «al cuerpo que su calidad e inclinación lo determine», mientras que en Valparaíso y Concepción los jefes realistas reclutaban milicias criollas para el rey. La proclama del brigadier Antonio Pareja (3 de mayo de 1813) a sus milicianos de Chiloé confirma la centralidad de estas tropas en la primera guerra civil americana.
III.- De la guerra a la República: el dilema presupuestario.
Consumada la independencia, el Estado heredó una frontera activa y una tesorería exhausta. En carta al Senado Conservador (1.º de julio de 1824), el Director Supremo Ramón Freire advertía que “la excelente milicia de los Llanos y Osorno necesita instrucción continua… mas todo lo paraliza la falta de fondos del erario”. Sin dinero para sostener un ejército profesional, la república debía institucionalizar la milicia ciudadana.
La respuesta fue la Ley de Milicias de 2 de agosto de 1825, germen de la Guardia Nacional: todo varón de 14 a 50 años serviría diez años en unidades cívicas costeándose uniforme y equipo. Para 1835, el ministro de Guerra José J. Bustamante calculaba 30.000 hombres armados —una “milicia brillante” capaz de garantizar la independencia sin gasto ruinoso.
En el sur, la toma patriota de Valdivia (4 de febrero de 1820) dejó apenas 256 soldados de línea guarneciendo los fuertes; la seguridad de la plaza dependió de las milicias locales de Llanos y Osorno.
IV.- Portales y la disciplina cívica.
La consolidación llegó con Diego Portales. Como ministro, vinculó la condición de ciudadano activo a la inscripción en la milicia, transformando la Guardia Nacional en «escuela dominical de patriotismo. La Constitución de 1833 confirió al Congreso la potestad de declarar guerra y movilizar las milicias; la ley de 24 de octubre de 1834 permitió integrar cuerpos cívicos al ejército regular “cuando la necesidad lo exija”. La Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) probó el modelo, los batallones cívicos de Valdivia, Quillota y Santiago duplicaron el exiguo ejército permanente y marcharon al norte bajo el mando de Manuel Bulnes.
Entre la ordenanza de Valdivia y la ley de 1848 que dio fisonomía definitiva a la Guardia Nacional discurre una continuidad esencial: la defensa del territorio chileno se sustentó en la participación armada de sus habitantes. Las milicias coloniales —inorgánicas y mal equipadas— proporcionaron el armazón sobre el cual los gobiernos republicanos edificaron una fuerza cívica disciplinada, barata y políticamente funcional. Al integrarse con las amnistías políticas —que perdonaban a bandos enfrentados para reincorporarlos al cuerpo social— la República tejió un pacto de ciudadanía armada que sostuvo la estabilidad durante la primera mitad del siglo XIX.
En el estudio de Gabriel Guarda sobre el Servicio en la Ciudades de Valdivia y Osorno (1770-1820) las milicias aparecen como la “columna vertebral” de la vida urbana y fronteriza. Para 1778 la plaza valdiviana contaba con 1.879 españoles, de los cuales 514 estaban inscritos como milites; es decir, más de una cuarta parte de la población blanca masculina prestaba servicio armado, de modo que “prácticamente cada cabeza de familia” ‒y muchos de sus hijos o sirvientes‒ se hallaba adscrita a las compañías locales . Esa densidad militar explica que todo el quehacer cotidiano dentro del recinto amurallado –los toques de diana, las guardias, las revistas dominicales– girara en torno al “Real servicio”, limitando incluso la expansión del caserío “extramuros”.
Guarda subraya, además, la función laboral de la tropa. El soldado-miliciano –“el milite”– constituía una forma de servidumbre disponible para el gobernador y los altos oficiales: hacían faenas de obra pública, tareas domésticas o trabajos agrícolas cuando las obligaciones castrenses lo permitían . Ese aporte de mano de obra reglada diferenciaba a las milicias de los presidiarios, que eran la otra gran fuente de fuerza física en la ciudad-presidio.
En el campo social, el padrón registra un abanico de rangos: desde maestres de campo y capitanes españoles hasta cabos e indios enrolados. Los “indios numeristas –milicianos” poseían un estatuto especial: seguían sujetos a la jurisdicción militar, no a los misioneros, salvo delegación expresa del vicario castrense, según lo resolvió el obispo de Concepción en 1794. Esa inclusión de contingentes mapuches y huilliches revela la composición multiétnica de la defensa meridional.
Guarda ofrece, finalmente, una extensa prosopografía: más de 170 fichas personales detallan lugar de nacimiento, rango, número de hijos y hasta los nombres de criados e indias sirvientes de oficiales como Nicolás Oliver Lawson o Juan Antonio Rodríguez, lo que permite reconstruir redes familiares y económicas en torno a las compañías cívicas. Estos datos muestran a la milicia no sólo como instrumento militar, sino como espacio de movilización social, de ejercicio de autoridad local y de articulación entre hispanocriollos e indígenas en la frontera austral.
Nº | Nombre del milite | Cargo / condición militar consignada por Guarda |
1 | Manuel Fernández de Lorca y Vega | Maestre de campo (Valdivia); alcalde 1810-1813 |
2 | Rafael Fernández de Lorca y Abarca | Maestre de campo; comandante de los Reales Ejércitos |
3 | Juan Manuel Fernández de Lorca y Vera | Coronel de Ejército; veterano de milicias locales |
4 | Ignacio Pinuer (Loyola) | Maestre de campo; alcalde 1796; Familiar del Santo Oficio |
5 | Tomás de Agüero y Lorca | Maestre de campo; alcalde 1806; terrateniente Río Bueno |
6 | Juan Francisco de Agüero y Lorca | Subteniente (luego capitán) de milicias de Osorno |
7 | Diego de Adriasola y Cano | Maestre de campo; ex-realista incorporado |
8 | Antonio Ribera | Sargento 1.º de la guarnición |
9 | Manuel Luis Benítez | Sargento (ascendido 1787) |
10 | José Cuitiño | Soldado veterano (enrolado desde 1754) |
11 | Vicente de Agüero | Capitán de compañía urbana (Valdivia) |
12 | Gregorio Pinuer | Oficial inferior (grado no especificado) |
13 | Pedro Jaramillo | Capitán de milicias rurales (Cruces) |
14 | Manuel Jaramillo | Teniente de la compañía de Cruces |
15 | Francisco Antonio Aguirre | Capitán de Caballería (padrón 1801) |
16 | Miguel de Acharán | Alférez de Infantería; luego capitán |
17 | Lucas de Molina | Alférez de milicias; propietario agrícola |
18 | Francisco Buenrostro | Sargento mayor de Artillería |
19 | Juan de Dios Fuentes | Capitán de Dragones (Osorno) |
20 | Francisco Montesinos | Sargento 1.º, compañía urbana |
21 | Leandro Uribe | Teniente de Infantería; comerciante local |
22 | Lucas Ambrosio de Luque | Alférez de Caballería |
23 | Ignacio Fernández de Castelblanco | Capitán (familia Castelblanco) |
24 | Manuel Aycardo Osuna | Capitán de Infantería (veterano) |
25 | Sebastián Negrón | Alférez de Caballería |
26 | Francisco Antonio Carvallo | Teniente de milicias (Valdivia) |
27 | Pedro Rubín de Celis | Alférez; vecino de Osorno |
28 | Manuel Olaguer Feliú | Capitán retirado; propietario en Niebla |
29 | Casimiro Cortés Vidal | Sargento de Caballería |
30 | José Antonio Riveros | Sargento mayor de los Ejércitos de la Patria |
31 | Juan Antonio Rodríguez | Sargento mayor (“Benemérito de la Patria”) |
32 | Nicolás Oliver Lawson | Capitán (héroe de la Toma de Valdivia) |
33 | Juan Mackenna | Capitán de Granaderos (avecindado 1825) |
34 | Vicente Gálvez | Alférez de compañía urbana |
35 | Félix Flores | Sargento 2.º (Infantería) |
36 | José España | Soldado veterano adscrito a milicias |
37 | Gregorio Henríquez | Cabo de compañía (Valdivia) |
38 | Miguel Vergara | Sargento 2.º (Infantería) |
39 | Prudencio Canio | Capitán de “Compañía de Naturales” (mapuche) |
40 | Lorenzo Nochez | Alférez de milicias indígenas (Osorno) |
En Cruces, a la par de la dotación militar del Castillo, se organizaron milicias de ciudadanos, a los cuales se le distribuían raciones, y por ello encontramos el ya citado documento llamado “Lista de pertrechos” que contiene la lista de un grupo de milicianos que están al origen del componente social de San José de la Mariquina que se consolida en la segunda mitad del siglo XIX. La singularidad del documento estriba en que a partir de su contenido es posible conocer con precisión la descendencia de este universo castrense y de este modo completar con altos niveles de certeza el estudio del componente social este territorio.
La lista fechada en diciembre de 1809, que se repite en otras fechas de ese mismo año, contiene los nombre de Alberto Mera, Francisco Rey, Ebangelista Albarado, Manuel Belázquez, Antonio Peña, Pascual Muñoz, Ramon Fernandez, Manuel Mera, Eusebio Molina, Mariano Ruys, Gil Pinto, Josep Reuli, José María Jaramillo, Francisco Muñoz, Pascual Muñoz,v Juan Coronado, Francisco Pineda, Lorenzo Rodríguez, Domingo Jaramillo, Juan Belazquez, Bernardo Peña, Mariano Ruiz, Bernardo Jaramillo, Mariano Samudio, Juan Coronado, Pascual Jaramillo, Pedro José Bergara y Miguel Beserra.
Toda esta lista la constituye una ventana genealógica hacia la sociedad que fundará San José de la Mariquina en la segunda mitad del siglo XIX.
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